“No es el amor lo que determina que una mujer
´cumpla´ con sus ´deberes´ (familiares), sino la
moral, los valores sociales o religiosos, confundidos
con el deseo nada transparente de la madre.”
(Palomar, Cristina; 2005: 43)
Hace algún tiempo participé en un programa de televisión donde presentaron el testimonio anónimo de una mujer que decía haber sido “infiel por aburrimiento”. Ella expuso que se casó muy enamorada y quería seguir trabajando, porque desde muy joven lo había hecho, era una comerciante con muchos logros. Sin embargo, su futuro esposo tenía otras expectativas matrimoniales, que incluían ser recibido por ella “con una sopita caliente y tener toda su atención”. Así fue como ella dijo adiós a sus planes de incrementar sus actividades comerciales, para ocuparse de tiempo completo a su nueva circunstancia.
El testimonio siguió sobre cómo ella se había olvidado de sí misma, para dedicarse totalmente a la vida conyugal y al cuidado de la prole que iba naciendo. Contó cómo nunca se sintió plena, preguntándose ¿por qué se sentía tan insatisfecha? Si gozaba de buena salud, tenía hermosos hijos, un departamento agradable, ingresos suficientes y sin embargo, tenía la impresión de “ser una mujer atrapada en su casa”. Al paso de los años, hijas e hijos tenían sus propias ocupaciones, al esposo lo absorbía por completo su trabajo y ella se sentía muy sola, sin retos ni objetivos. Planificaba sus actividades del hogar como lo hacía cuando era una profesional de la actividad comercial y luego no sabía qué hacer y venía la pregunta “¿dónde quedaron mis planes? y la consiguiente sensación de vacío y aburrimiento; probó varios aspectos y decidió asistir a un gimnasio, donde finalmente encontró alguien que la tomó en cuenta y la hizo sentir ilusionada e importante de nuevo. En un ejercicio de sinceridad, optó por compartir lo que estaba ocurriendo con la familia, pero la historia no tuvo un final feliz, pues ellos rechazaron el acto rotundamente.
Al analizar el testimonio, desde una perspectiva sociológica, es posible estudiarlo sin tratar de justificar o censurar, observarlo como algo que ocurre desde el inicio de la humanidad e ir más allá de consideraciones éticas, prejuicios y de cualquier otro tipo, pues requiere un profundo análisis, pero resulta imposible no pensar que si la confesión proviniera de un varón, las reacciones hubieran sido completamente diferentes, pues los mismos hechos sociales se califican y miden con parámetros distintos si se trata de una mujer o de un hombre.
Si revisamos la función social de las mujeres a través de la historia, encontramos que hasta hace no mucho tiempo, el matrimonio se planteaba como la única opción para ellas, además de poder tener un soporte económico. Y aunque ahora el matrimonio parece que se trata de una elección libre, para la mayoría de mujeres, al igual para los varones, vemos que todavía hay ciertos obstáculos para que esto se cumpla en su totalidad. ¿Por qué algunas se tienen que plantear la disyuntiva: matrimonio o trabajo?, por ejemplo.
Hemos de reconocer que la situación económica general forjó cambios y permitió la inserción femenina de forma masiva a los mercados de trabajo, sobre todo a partir de la década de los setenta del siglo pasado. Y en este contexto Carmen Alborch (2002) dice: “la mujer actual es un sujeto en transición y por tanto está expuesta a transformaciones (…) que pueden implicar un alto costo psíquico debido a los continuos aprendizajes a los que debe enfrentarse…” (P. 158), y no sólo costos psíquicos, sino físicos, económicos, sociales, entre otros; pues están en el tránsito de “ser para los otros a ser para sí misma”, lo cual no es fácil si consideramos que las mujeres se ajustan a los patrones de la feminidad y esta se convierte en una especie de “formato normativo de género”.
Vale recordar que la feminidad no es un asunto natural ni biológico, sino que es impuesto a partir de un proceso complejo, sin ser una elección consciente, sino más bien la repetición forzosa de pautas. (Butler, Judith; 2002: 8). Esta podría ser la circunstancia de la mujer del testimonio antes referido. Su caso no se trata de algo tan personal como parece, responde a la colectividad, a una estructura patriarcal que afecta a las mujeres desde mucho tiempo atrás; un tipo de feminidad estereotipada donde se busca una esposa fiel, madre abnegada, quien no aspire a desempeñar puestos ocupados por los varones, se espera de ellas que se sientan realizadas en su hogar.
Este fenómeno lo estudió Betty Friedan, en un texto clásico publicado en 1963 denominado “La mística de la feminidad”, donde a través de una investigación entre mujeres de clase media estadounidense, aquellas que olvidaron sueños y proyectos de vida propios y se insertaron acríticamente a los propósitos del esposo, les ocurre “el malestar que no tiene nombre” y se refiere a la frustración que pueden experimentar al no tener objetivos propios. Es que a las mujeres (sin reglas escritas) se les impide “crecer en la medida de sus capacidades humanas plenas“. (P. 431) Se trata de un vago e indefinido deseo de “algo más” que “fregar platos, planchar, castigar y alabar a los niños.”
El rol de mujer que subyace en este modelo, lo pensábamos totalmente superado, pero continúa vigente, al menos por parte de ciertos varones con la posibilidad de sostener a su familia con un solo ingreso, lo cual impide que algunas mujeres logren insertarse al ámbito de la producción, de la cultura, de la racionalidad, de la autonomía, en síntesis, al mundo de lo público, valorado socialmente. Si bien el riesgo de esa inserción son las dobles y triples jornadas, habrá que establecer límites y trabajar por los sueños y proyectos propios que requieran la puesta en juego de sus capacidades, lo cual contribuye a la realización personal y son desafíos que cuando se alcanzan favorecen una larga vida más plena, más independiente.
Respecto a la pareja, resulta vital que cada integrante asuma la responsabilidad de sí mismo, de sus aspiraciones, eliminar aquello de la media naranja y la complementariedad, más bien comprometerse como seres completos que de forma autónoma construyan la pareja, ser uno, sin nunca dejar de ser dos y así evitar la renuncia a seguir juntos (si es el caso). Resulta fundamental la actualización permanente de la relación con la pareja, ir percibiendo los cambios, incluso como una forma de desarrollo natural de las personas. No será fácil, pero habría que intentarlo: ¿Se atreverían a probar?
Referencias:
Alborch, Carmen (2002). Malas. Rivalidad y complicidad entre mujeres. Ed. Aguilar. Madrid.
Friedan, Betty (2009). La Mística de la Feminidad. Ediciones Cátedra. Madrid.
Palomar Verea, Cristina (2005). Maternidad: historia y cultura. La Ventana, núm. 22/2005.